El peronismo tuvo y tiene cientos, miles, millones de militantes decentes, convencidos, y que nunca se merecieron esta dirigencia. Fue una tarde épica. No por la historia, sino por el rating del absurdo. Los organizadores decían que era una marcha por la democracia. Pero lo que vimos fue un verdadero casting de impresentables, un reality show de dirigentes desahuciados que salieron del sarcófago político para fingir que todavía importan. Una pasarela de tránsfugas, gremialistas, ñoquis con rango ministerial y soldados sin batallas, todos apiñados bajo el calor místico del “Cristina eterna”, como si la patria empezara y terminara en una sentencia judicial.
Arrancamos con Axel Kicillof, el eterno adolescente del poder, que gobierna la provincia de Bs. As. y quiere ser el primer presidente afiliado al PC argentino. Estaba en el escenario con esa cara de que no entiende nada pero igual se siente superior. A su lado, Máximo Kirchner, el heredero sin épica, que habla poco para que no se note lo mucho que no tiene para decir. Parece que sigue sin encontrar trabajo fuera de la orga, así que volvió al calor del cántico y el bombo.
Y como si no fuera suficiente, regresó Sergio Massa, el hombre que creyó que podía ser presidente sin que nadie se acordara de que fue parte del gobierno más inflacionario de la historia moderna. Sonreía como si estuviera en la avant premiere de “Titanic 2: El naufragio final”. Posaba con la militancia, que lo miraba con cara de “¿Y este no era el que nos llevó al 300 % de inflación anual?.
Desde Chaco aterrizó Jorge Capitanich, que llega a Buenos Aires cada vez que huele cámaras. Cristina lo mencionó como ejemplo, lo que es lógico: nadie mejor que Coqui para representar el peronismo que habla de los pobres mientras vive como jeque.
Y si hablamos de incoherencia, Juan Grabois encabezó el pelotón del “peronismo espiritual”: abrazaba al Chino Zannini (Redactor del pacto con Irán) y se reía con Aníbal Fernández, dos buenos muchachos que representan todo lo que él dijo que odiaba hace 15 minutos. Pero Grabois es así: un Che Guevara con aire acondicionado y chofer.
La Cámpora puso la carne al asador: Mayra Mendoza, Lucia Cámpora, Anabel Fernandez Sagasti, Facundo Tignanelli, todos salidos del laboratorio genético de Néstor y Cristina Kirchner, donde la única exigencia para militar es tener cara de indignado crónico y culpar al “neoliberalismo” cada seis palabras. Dijeron que fueron un millón. El gobierno dice que contaron 40 mil. El resto, es la pelea de los números de siempre a favor y en contra. Suponemos, que muchos los encontramos en la lista de empleados del Senado o de la Cámara de Diputados.
Y llegaron los sindicalistas, porque sin ellos no hay fiesta K: Baradel, que parece más un luchador de Sumo, que un dirigente educativo que dice que pasa hambre, Sergio Palazzo, que habla de derechos laborales mientras cobra como ejecutivo de Wall Street, Víctor Santa María, que administra el sindicato de encargados de edificios por herencia de su padre, y ahorrando de su sueldo compró Pagina 12, Canal 9, IP Televisión, Tiempo Argentino, y Hugo Yasky, responsable del desastre educativo de la Argentina junto a Baradel y los sucesivos gobiernos que tuvo el país. Yasky todavía cree que es revolucionario, aunque viva de la teta estatal desde el menemismo.
También vimos a Sergio Berni, mandado a enchastrar y pisotear la sangre del fiscal Alberto Nísman . Y Oscar Parrilli, que sigue colgado de Cristina como un rollo de papel higiénico en el baño. Apareció también Agustín Rossi, el ministro al que le robaron un misil, y que como premio fue nombrado Jefe de Gabinete.
Desde el Congreso llegaron los Moreau: Leopoldo y Cecilia, papá e hija, una remake berreta de “Los Campanelli”, pero con menos votos y más sobreactuación. Florencia Carignano gritaba como si estuviera en un torneo de freestyle, con una remera que decía “Nada sin Cristina”. Tal vez porque con Cristina es la única forma en que logre estar prendida de la teta del estado y comer por lo menos 1 semana al mes.
Y el toque de solemnidad (fallido) lo puso Adolfo Pérez Esquivel, el Nobel más exprimido del país. Abrazó a Eduardo Valdés, un diputado que confunde la defensa de Cristina Kirchner con los asados con Moria Casan y los Massa. Si eso no es la decadencia de la moral política, no sabemos qué más necesitan.
Mientras tanto, Victoria Tolosa Paz se sacaba selfies con Kicillof, fingiendo ser Evita 5G del progresismo gourmet. Nicolás Kreplak, el ministro de Salud, apareció con pechera blanca y cruz roja. Aunque con ese line-up, más que médico parecía parte del SAME dispuesto a atender un ataque de cinismo masivo.
En resumen, la marcha fue un homenaje… al olvido. A esos dirigentes que no mueven ni un café en la mesa de los votantes, pero que se suben a cualquier acto como si fueran ídolos de masas. Una procesión de zombis políticos que se resisten al retiro y usan a Cristina como último salvavidas. Cristina Kirchner, suelta por la calle, no representa peligro alguno, siempre estuvo a derecho y se presentó cuando la justicia la requirió. Puede ir al supermercado, mirar ofertas en la góndola de fiambres y no intentará nacionalizar el salame. Nadie teme que se robe una docena de huevos… salvo que vengan con contrato de obra pública incluido.
Dicen que fue por justicia. Pero fue más bien una catarsis narcisista: la marcha de los que ya no son, nunca fueron, o simplemente nunca debieron haber sido.