Murió Pepe Mujica, el filósofo de la Vespa, el sabio de la campera raída, el abuelo rebelde que hablaba como si te estuviera contando la Revolución Francesa mientras tomaba mate con bizcochos. Y, como no podía ser de otra forma, su relación con Argentina fue tan caótica como una mesa de Mirtha Legrand después del postre.
Al principio se llevaba bien con los Kirchner, en esos años donde el progresismo regional parecía una banda de rock latino: Chávez en la guitarra, Evo en el charango, Lula en la percusión y Cristina con megáfono. Pero todo cambió cuando llegó Botnia, esa fábrica que convirtió el Río Uruguay en una mezcla entre canal industrial y excusa diplomática. Ahí Mujica cambió el tono: de vecino amable pasó a ser ese señor que te sonríe pero te deja un comentario pasivo-agresivo sobre el olor del asado.
Y ni hablar de sus opiniones en la campaña 2023. Cuando Massa se postuló como presidente siendo ministro de Economía con 140% de inflación, Pepe lo resumió con su lógica imbatible:
«¿Cómo puede ser? Ah, claro… se llama Peronismo».
Y claro, Mujica no entendía cómo en Argentina el mismo que apagó el incendio con nafta terminaba repartiendo bidones para otra ronda. Pero no se quedaba ahí: también criticó a Milei. Dijo que el ajuste era un dilema entre el respeto democrático y la resistencia organizada. En resumen: prepárense, pero con Constitución en mano y casco en la cabeza.
A Cristina la trató sin anestesia. Que no largaba el poder, que no dejaba paso a los nuevos, que estaba “jodiendo ahí” en vez de aconsejar. Y cuando se acordó del micrófono encendido, ya era tarde: “Esta vieja es peor que el tuerto”, se le escapó. Pero no fue error: fue sincericidio.
En sus últimos años, don Pepe se volvió un francotirador de regímenes viejos, autoritarios o simplemente cansadores. Le pegó a Maduro, le pegó a Evo, pero defendió a Lula, como diciendo: miren que viejo y todo, todavía hay uno que piensa.
Al final, Mujica dejó una última lección: el poder no se mendiga, pero tampoco se encadena. Que hay que saber llegar… pero también saberse ir.
Descansá en paz, Pepe. Y ojalá en el cielo no haya micrófonos abiertos.