Argentina vive atrapada en una tragicomedia sin final. La escenografía cambia, los actores se renuevan, pero en el camarín oscuro siguen los mismos titiriteros, jalando los hilos del poder con manos sucias y sonrisa cínica. Uno es conocido: Cristina Fernández de Kirchner, la arquitecta del resentimiento populista. El otro es más reciente, más opaco, pero no menos tóxico: Santiago Caputo, el maquiavelito libertario que susurra al oído presidencial como un Rasputín digital con ambiciones de operador celestial.
Cristina no es solo el pasado: es una presencia ominosa que sigue contaminando cada rincón de la política nacional. Se vendió como abanderada de los pobres mientras construía un imperio de hoteles y testaferros. Gobernó con el veneno del fanatismo y dejó un país quebrado, fragmentado, enfrentado. Su silencio actual no es humildad: es cálculo. Espera que el caos devore a los improvisados libertarios para volver, como siempre, a posar de salvadora entre las ruinas que ella misma ayudó a provocar.
Y ahora, en la otra esquina del ring, aparece Santiago Caputo, el mago sin rostro del “mileísmo”. Un publicista devenido en cerebro de la presidencia, que no fue elegido por nadie, pero maneja como titiritero la comunicación, la estrategia, los movimientos del show. Caputo es el tipo que cree que la política es una guerra de memes, que el país se gobierna con trolls y slogans, que los pobres son daños colaterales del relato.
Cristina y Caputo son dos caras del mismo cinismo. Ella disfrazó su ambición con un discurso de justicia social; él, con la pirotecnia anarcocapitalista. Los dos se alimentan del odio, la grieta, el delirio. Ninguno cree en la democracia real: solo en la manipulación.
A Cristina la conocemos: no tiene redención posible. A Caputo hay que desenmascararlo antes de que termine de destruir lo poco que queda en pie. Porque no hay nada más peligroso que un oportunista con poder… salvo un cínico con poder que diga que combate la Casta, cuando en realidad desde ayer y con su arreglo la protege.