En el glorioso imperio de la burocracia capitalina, hasta un humilde pancho necesita pasar por el confesionario municipal antes de ver la luz del día. Y no hablamos de cualquier pancho: hablamos del pancho oficialmente habilitado, con permiso, inspección, medidor, certificado de pureza bromatológica y, por supuesto, la venia divina de Comercio, Hacienda, Provincia, Nación, la ONU.
Resulta que los carritos pancheros —esos que durante años perfumaron la noche sanjuanina con sus gloriosas nubes de aderezo y grasita feliz— todavía no pueden volver. ¿El motivo? Una épica combinación de papeles que no llegan, inspecciones que no van, y funcionarios que se pasan la papa caliente con la gracia de un malabarista con artritis.
Según Leandro Fernández, secretario de Gobierno de Capital, «ya está el lugar, ya está la demarcación, pero falta que Comercio revise cada carrito». O sea: sabemos dónde van, pero todavía no sabemos si pueden ser. Como si fueran cohetes de la NASA en vez de carritos que venden salchichas.
Encima hay que poner medidores, porque nada dice «economía popular» como un pancho conectado a la red eléctrica con ficha técnica y tablero aprobado por Naturgy. ¡Imaginate lo que pedirán cuando quieran vender hamburguesas! ¿Una turbina eólica por carrito?
Hay que asegurarse de que el pan no venga con sarro, la salchicha no tenga carnet trucho y el kétchup no sea de contrabando.
Mientras tanto, los puesteros, hartos de esperar a que las estrellas se alineen y los burócratas se despierten, ya avisaron que algunos podrían arrancar igual. Casi una declaración de guerra: el pancho rebelde, el choripán insurgente. ¿Veremos a inspectores municipales persiguiendo carritos por calle Alberdi como si fueran autos sin patente? Ojalá, sería el primer entretenimiento serio que ofrece el centro en años.
Mientras tanto, seguiremos esperando. Porque en esta tierra mágica, primero se hace el anuncio, después se arma el problema, y recién al final, tal vez, se sirve el pancho. Con suerte, caliente.