La pedagogÃa ha reflexionado largamente sobre el valor de la memoria familiar, desentrañando su apariencia de simple constructo, hecho de acontecimientos que se asientan, unos sobre otros, para formar montones de recuerdos que se transferirán a las generaciones futuras.
Una demostración de la profunda revalorización de este tipo de memoria es el amplio uso de una metodologÃa como la autobiográfica en contextos de formación.
Siempre me ha gustado reflexionar sobre la propia existencia, haciendo cosquillas a una memoria dormida, dando la debida prominencia a los acontecimientos afectivos y emocionales de la propia experiencia, parecerÃa tener un enorme potencial para la autoeducación y la transformación, iniciando reflexiones crÃticas y un bello florecimiento de la búsqueda de sentido con respecto a la propia experiencia vital. Todo eso se lo debo a mi madre que me llenaba de historias y de recuerdos y cada vez que sucedÃa algún hecho importante lo asociaba a algún episodio de sus historias que me habÃa ya contado.
Una reflexividad valiosa, capaz de provocar cambios beneficiosos en la vida de quien la experimenta.
Pero, ¿qué recordamos cuando recordamos? ¿Qué se puede considerar recuerdos generadores, sobre qué debemos reflexionar en la educación, para que forme parte de la cuestión de recordar como fuente de belleza, y no de preocupación?
Hay un poema muy conocido de Doroty Law Nolte, se titula «Los niños aprenden lo que viven» y dice asÃ:
Si el niño vive en la crÃtica, aprende a condenar.
Si vive en la hostilidad, aprende a atacar.
Si vive en la ironÃa, aprende la timidez.
Si vive en la vergüenza, aprende la culpa.
Si vive en la tolerancia, aprende a ser paciente.
Si vive en el estÃmulo, aprende la confianza.
Si vive en la lealtad, aprende la justicia.
Si vive en la voluntad, aprende la fe.
Si vive en la aprobación, aprende la aceptación.
Si vive en la aceptación y la amistad, aprende a encontrar el amor en el mundo.
Con la sencillez de estas palabras, la respuesta queda inmediatamente clara: los niños, pero también los adultos, añadirÃa yo, absorben el contexto, construyen su historia a base de experiencias.
Y asà sucede algo simple pero no trivial: en el seno de la familia, cada miembro de la pareja parental llamada a educar tenderá a verter y transmitir a sus hijos lo que recibió en su contexto de origen: aspectos culturales compartidos por ese grupo, interiorizados y reelaborados a la luz de su propio camino, incluso implÃcitamente.
Y para esto se utilizan mediadores que documentan…las fotografÃas, los videos, por ejemplo
Mirando fotografÃas recuperamos historias y recuperando historias, vamos revalorizando nuestra identidad y si a su vez las contamos a nuestras familias, sobre todo a los más jóvenes, vamos transmitiendo y construyendo identidades. Cada foto posee una historia pasada, también presente y ,por qué no, también futura.

Mirando fotografÃas recuperamos historias y recuperando historias, vamos revalorizando nuestra identidad y si a su vez las contamos a nuestras familias, sobre todo a los más jóvenes, vamos transmitiendo y construyendo identidades. Cada foto posee una historia pasada, también presente y ,por qué no, también futura.
Pero no todos los caminos son simples y lineales, y el proceso que lleva a la paternidad es un momento de gran impacto en la vida de un individuo, que requiere un exigente trabajo de reestructuración emocional y afectiva. De hecho, puede ocurrir que uno llegue a la paternidad con grandes asignaturas pendientes personales, que inevitablemente salpican a la relación, dificultándola: no es algo sobre lo que podamos evitar reflexionar, no es un trabajo que se pueda posponer o, peor aún, delegar.
Hay que asumir las propias dificultades, pedir el apoyo adecuado cuando sea necesario y, sobre todo, tener siempre presente el profundo valor del contexto que ofrecemos y la forma en que lo ofrecemos. Debemos buscar apoyos tangibles de nuestra historia, y considerar que está en nosotros modificar aquellos aspectos negativos que tal vez en algún momento nos dañaron, pero aquà aparece el valor de transformar la oscuridad en luz, para no detenernos.
Por otra parte, somos la especie con el proceso de crecimiento más largo: nuestras crÃas maduran mucho más lentamente que los cachorros de perro o de chimpancé y, por lo tanto, están expuestas durante más tiempo a nuestro clima, asà como a nuestro sol.
A veces pensamos que, sin el recuerdo de nuestras raÃces, nunca podremos tener una identidad plena. O por el contrario rechazamos nuestra historia. Tenemos que ser el punto de unión entre nuestros antepasados y nuestros descendientes.
Tenemos que aprender a sentir que no se puede perder la riqueza de las historias que te han transmitido: conocerte mejor, desde otro punto de vista, y dejar huella, incluso cuando ya no estés.

Para tener una fuerte identidad familiar deben gustarnos las tradiciones familiares, las anécdotas y los acontecimientos que han hecho única a nuestra familia a lo largo de los años.
Escuchar durante horas las historias de nuestros seres queridos. Historias de otro tiempo, de otra época, sobre las que fantaseábamos arrullados por las voces de abuelos, tÃos, padres.
Recrear y dar forma a esas historias podrÃa ser un deseo que llevamos tiempo cultivando, pero el problema siempre es el tiempo, el caos de la vida, los compromisos, la falta de tranquilidad. Y asà lo vamos posponiendo, y al posponerlo nos vamos olvidando poco a poco.
Sin embargo, esos recuerdos son lo que más tenemos que aprender a valorar. Ojalá pudiéramos darles forma simplemente contándolos, como nos los contaron, y recopilando material escrito, fotográfico.

Y tal vez, sÃ, contárselos a los más jóvenes, tal vez aprovechando momentos propicios, en forma de anécdotas, etc., para que en este modo podamos dejar un legado tangible y duradero.