Cristina Fernández de Kirchner es la presidenta del Partido Justicialista. Aunque muchos lo olvidan —porque hace rato que le gusta mandar sin firmar, decidir sin exponerse, ordenar desde las sombras y jugar a la Esfinge—, su rol no es simbólico ni inocente. Es la jefa formal de un partido que ayer volvió a derrapar en cuatro provincias. La derrota no fue una casualidad ni una excepción: es parte de una decadencia organizada.
La ex presidenta —eterna, omnipresente, ubicua— lleva años deshojando el poder del PJ como quien desarma una bomba sin manual. Intervino en las listas, vetó nombres, bendijo a mediocres, expulsó a molestos, y dejó vacías las ideas. El resultado es una maquinaria oxidada, una estructura que responde pero no representa, que baja línea pero no levanta votos. Ayer, en cuatro provincias distintas, el peronismo fue barrido por los mismos errores que Cristina consolidó como doctrina: soberbia, encierro, dedazo.
¿Dónde estaba la presidenta del PJ cuando se discutían las estrategias provinciales? ¿Dónde estuvo cuando se necesitaba músculo, discurso, calle? ¿Dónde está hoy, después de la derrota? Callada, como siempre que pierde. Habladora, gritona y tribunera solo cuando gana.
El Titanic peronista no se hunde por un iceberg ajeno: se hunde por orden de la capitana. Y mientras el agua entra por las bases, Cristina sigue en la cubierta, repartiendo culpas y mirando el horizonte con nostalgia épica.
Pero el peronismo no es una secta ni un velorio: es, o era, un movimiento popular. Si quiere volver a serlo, tendrá que sacarse de encima a quienes se creen eternos, infalibles e impunes. Ayer fue otra advertencia. Y la presidenta del PJ no puede seguir actuando como si no tuviera nada que ver.