Martín González, que hasta hace dos semanas parecía el desarrollador de sueños en cuotas, ahora se presenta como la víctima de una “señorita” pérfida que le vendía los lotes mientras él miraba para otro lado, probablemente contando ladrillos o cortando cintas invisibles. “Mi cliente ha sido defraudado”, dijo su abogado con una cara tan seria que casi logra que le creamos. Claro, porque cualquiera le da poderes legales y títulos de propiedad a alguien que ya no es su pareja… salvo que sea por amor al riesgo. O al lavado.
Por su parte, Robles Bonade no dijo mucho. Probablemente porque hablar cuando hay 100 denuncias sobrevolando como buitres no es buena idea. La estrategia es clara: mutismo y maquillaje judicial. Que hable él, que se queme solo. Que se tire del barco mientras ella guarda el salvavidas… y las escrituras.
Pero volvamos al circo judicial: la defensa de González niega todo vínculo comercial con Bonade. Dice que sí fueron novios, pero “ya fue”. Como si la historia de amor hubiera sido tan fugaz como la inversión de sus clientes: entraron con una ilusión y salieron con una denuncia. Dice que no convivieron, que no compartieron nada, ni facturas ni fraudes. Que lo de ellos fue puro feeling, pero sin compartir la caja registradora.
Mientras tanto, la fiscalía los mira como a dos cómplices de manual: uno pone la cara, la otra los papeles, y juntos venden terrenos en Marte con vista a la cordillera. ¿La respuesta de los acusados? “Yo no fui”. Digna de un jardín de infantes. O de una audiencia penal.
Ahora, los dos están en el Penal de Chimbas, que no tiene amenities ni pileta pero sí mucha convivencia forzada. Tal vez ahí reavivan el vínculo. O tal vez, como buenos exsocios de estafa, sigan echándose la culpa mutuamente, esperando que el juez compre el cuento. Spoiler: no hay rebaja por actuar bien en el reparto del cinismo.