Ochenta años después de la liberación del campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, unos 40 supervivientes, repartidos por 15 paÃses y cuatro continentes, hablaron con la AFP entre noviembre y enero, para recordar sus vidas y su esfuerzo de transmisión como antÃdoto al olvido.
Estos supervivientes tenÃan 15 años, 4 años, siete meses. Algunos incluso nacieron en los campos de concentración y exterminio: Auschwitz-Birkenau, Bergen-Belsen, Buchenwald, Ravensbrück…
En estos últimos meses, estos supervivientes, residentes en Israel y Estados Unidos pero también en México, Argentina, Chile, Sudáfrica, Canadá, Francia, Alemania, Polonia, HungrÃa y RumanÃa, posaron ante los fotógrafos y camarógrafos. En su casa o en un estudio fotográfico, solos o rodeados de sus hijos, nietos y bisnietos. En algunos casos, ante las fotos de sus descendientes, su mayor triunfo.
Sobrevivientes del holocausto nazi
Deportada entre la edad de 4 años y medio y los seis en los campos de Vught y Westerbork (PaÃses Bajos) y luego en el de Bergen-Belsen (Alemania), la francesa Evelyn Askolovitch insiste en el imperativo de hablar, porque, tal como recuerda, forma «parte de la ultimÃsima generación» de supervivientes.
«Cómo pudo el mundo permitir un Auschwitz? Porque ese crimen fue con premeditación», se pregunta desde Santiago de Chile Marta Neuwirth, que tiene ahora 95 años, nació en HungrÃa y fue deportada a los 15 al mayor campo de exterminio nazi, en la ocupada Polonia.
Alrededor de 1,1 millones de personas, entre ellas un millón de judÃos y también gitanos y resistentes polacos, fueron asesinados en Auschwitz entre 1940 y la liberación del campo por el ejército soviético el 27 de enero de 1945.
La mayorÃa de los que llegaban murieron gaseados al poco de su arribo al campo de exterminio. En total, seis millones de judÃos fueron exterminados en Europa por la maquinaria de muerte del III Reich.
«¿Por qué?», se pregunta a sus 97 años, desde Canadá, Gyorgyi Nemes, natural de Budapest y deportada sucesivamente a Ravensbrück, Flossenbürg (Alemania) y Mauthausen (Austria). «A dÃa de hoy, sigo sin saber por qué nos odiaban tanto».

Visitas y charlas a nuevas generaciones
Para muchos, el hecho de dar testimonio ha dado un sentido a sus vidas, después de haber perdido a sus padres en las cámaras de gas, de ver a su hermano o a su hermana morir de inanición, de agotamiento, de alguna enfermedad. Muchos supieron apenas al terminar la guerra que su familia habÃa desaparecido.
Julia Wallach, casi centenaria, tiene por momentos dificultades a la hora de hablar. Entonces se interrumpe, o llora.
«Es demasiado duro de contar», suspira esta mujer parisina que sobrevivió a dos años de infierno en Birkenau. Un nazi la hizo bajar in extremis de un camión que se dirigÃa a una cámara de gas.
Pero, por muy duro que sea, quiere seguir dando testimonio de lo vivido. «Mientras pueda hacerlo, lo haré», insiste. A su lado, su nieta Frankie se pregunta: «Cuando ella ya no esté, y hablemos de esto, ¿quién nos creerá?».
Precisamente para evitar eso, Naftali Furst, un israelà de 92 años nacido en Bratislava, y que estuvo deportado en cuatro campos, entre ellos Auschwitz-Birkenau, viaja desde hace años a Alemania, a Austria, a República Checa y a otros paÃses. Allà efectúa visitas y da charlas, «para que las jóvenes generaciones no olviden nunca lo sucedido».
La misma tenacidad que muestra Esther Senot, una francesa nacida en Polonia que el pasado diciembre, con 97 años, no tuvo apuro en afrontar el rudo invierno polaco para acompañar a unos estudiantes de secundaria a Birkenau.
Situado a tres kilómetros del campo principal de Auschwitz, este extenso lugar alberga todavÃa la rampa de «selección», adonde llegaban los trenes, asà como los hornos crematorios y los barracones, rodeados de alambres de espino y de postes de cemento.
Senot mantiene la promesa que le hizo en 1944 a su hermana Fanny cuando estaba a punto de morir. Antes de expirar alcanzó a decirle: «He llegado al final, no merece la pena, no iré más allá. Si logras volver (…), me prometes que contarás todo lo que nos ha ocurrido. Para que no seamos los olvidados de la Historia«.
«Para que no hayamos muerto para nada», reflexiona a modo de eco, en Montreal, Eva Shainblum, de 97 años, nacida en lo que ahora es RumanÃa y que a los 16 fue deportada al campo en el que fue asesinada casi toda su familia.
Durante años, los supervivientes de la Shoah tuvieron dificultades para hablar. La gente no querÃa escuchar lo que habÃa sucedido en los campos de concentración y de exterminio.
De hecho, hubo que esperar al 7 de diciembre de 1970 para que el canciller alemán Willy Brandt, en un acto de contrición que dio la vuelta al mundo, se pusiera de rodillas ante el monumento erigido en memoria de las vÃctimas del alzamiento del gueto judÃo de Varsovia, implorando el perdón para su pueblo.

80 años después del Holocausto
Han pasado 80 años o más, pero los testigos recuerdan con precisión el horror de la selección, efectuada a veces por un simple gesto de cara de un funcionario nazi, la bestialidad de las SS, la muerte planificada a escala industrial.
En la multitud de relatos, se repite de entrada el recuerdo del interminable viaje a los campos en condiciones insoportables, encerrados como ganado en vagones atiborrados, sin comida.
«Éramos unas 80 personas, mujeres, niños, ancianos, con un cubo para hacer nuestras necesidades, sin agua, sin pan (…) como animales», dice en Alemania, su paÃs natal, Albrecht Weinberg, de 99 años.
«Cuando llegamos (a Auschwitz), habÃa presos vestidos de traje con palos que gritaban ‘Ãfuera!’. Los viejos caÃan, habÃa una pila delante del vagón, y los jóvenes pasaban por encima», recuerda.
Nate Leipciger, canadiense de 96 años nacido en Polonia, deportado a los 15, recuerda con espanto la deshumanización a la que de inmediato se veÃan reducidos, nada más bajar de esos trenes inmundos.
«En cuestión de minutos pasábamos del estado de hombre libre al de detenido, con un número en el brazo, y sin documento de identidad», detalla. «Nos quitaban la ropa, el pelo, todo lo personal, y nos convertÃamos en un objeto. PerdÃamos la capacidad de actuar como seres humanos».
«Objetos», pues, que eran «seleccionados» en la rampa: los más jóvenes, los de más edad, los más frágiles, a la muerte inmediata en las cámaras de gas. Los demás, a sufrir el calvario del trabajo forzado.
«Nos separaban. Las mujeres y los niños de un lado, los hombres del otro. HabÃa una larga rampa, y al final, una mesa con soldados de las SS. Una vez allà nos miraban y hacÃan una señal, a la derecha, o a la izquierda. No tenÃamos idea de lo que eso significaba. Pero luego lo entendimos», recuerda desde Canadá el centenario Ted Bolgar, nacido en HungrÃa, y que para recibir a la AFP se puso la kipá en la cabeza.
Marta Neuwirth, que en Auschwitz-Birkenau clasificaba la ropa de las detenidas, recuerda las columnas de mujeres sin ropa, «dÃa y noche», que venÃan de unos vagones procedentes «de todas partes».
«Vimos una cola larga de mujeres, sin ropa, porque les hacÃan tirar la ropa al suelo, y después eso se recogÃa y se llevaba donde trabajamos nosotros, a las bodegas. Estaban paradas, tranquilitas. Ellas pensaron que se iban a ir a duchar (…) Ni siquiera un grito, nada, tranquilitas. E iban bien sanas, altas, bien al horno. Y esto dÃa y noche»,cuenta.
Tal fue el destino trágico que conocieron la hermana y la madre de Ted Bolgar, gaseadas al llegar y cuyos cuerpos «fueron quemados de noche». Él pudo escapar presentándose como electricista. Los detenidos eran reducidos a trabajos forzados, sometidos a los verdugos nazis y a sus ayudantes.
Albrecht Weinberg instalaba cables subterráneos en Auschwitz-Birkenau. «El trabajo era tan duro, y el ingeniero (…) tan brutal, que a veces tres personas morÃan de agotamiento en un solo dÃa», cuenta.
«Aquello era ferocidad, salvajismo. Ni siquiera encuentro las palabras para expresarlo», abunda la francesa Ginette Kolinka, de 99 años, al recordar la brutalidad de los kapos, esos prisioneros que estaban encargados de vigilar a los deportados. Y a todo ello se añadÃa el hambre.
El polaco Marek Dunin-Wasowicz, de 98 años, deportado al campo de Stutthof, en la actual Polonia, trata de describir su calvario. «En el campo, pasaban semanas enteras en las que no comÃa nada. Era hambre de verdad. Me desmayaba porque tenÃa hambre».
Y la enfermedad. Y los experimentos médicos. Como los que padeció el estadounidense Sami Steigmann, de 85 años, cuando era un niño en Mogilev-Podolsky, en Ucrania, frontera con Moldavia.
TodavÃa hoy siente dolores «de forma permanente», cuenta este hombre indigente que vive de ayudas sociales.
«Tomé medicamentos muy fuertes que crean dependencia, pero hace unos 45 años decidà aprender a vivir con ese sufrimiento, sin medicamentos», añade este anciano, que luce una corbata con la bandera de Israel.

Estaban en manos del nazismo
Ochenta años después, el desgarrador dolor de haber sobrevivido sigue persiguiéndoles.
Hirsz Litmanowicz fue deportado con 11 años a Auschwitz-Birkenau junto a su hermano. Lo trasladaron después a Sachsenhausen, en Alemania, donde se probó la vacuna contra la hepatitis B en su cuerpo.
Él sobrevivió. Su hermano, en cambio, murió. «Porque a mà me eligieron para estos experimentos y a él no. Ni siquiera pude despedirme de él ni darle un abrazo», recuerda este peruano nacido en Polonia.
A sus 93 años ha sido seis veces abuelo y ocho veces bisabuelo. «Siento más que nunca el dolor de lo que he soportado. Hoy no puedo dormir por las noches, tengo pesadillas», confiesa, hundiéndose en un gran sillón, rodeado de fotos de su familia.
El canadiense Pinchas Gutter, de 92 años, describe algo similar. «Siempre que pienso en el Holocausto, lo primero que me viene a la mente es mi hermana» gemela, cuenta el hombre, nacido en Polonia y deportado a Majdanek, cuando el paÃs estaba ocupado.
Nada más llegar a este «infierno apocalÃptico», el niño de 11 años fue separado de Sabrina. ¿Su único recuerdo de ella? Verla con su «trenza rubia» corriendo hacia su madre.
«Lo he olvidado todo de ella (…) No tener el más mÃnimo recuerdo de ella, saber cómo era, sólo esa trenza, me duele muchÃsimo», contó.

Sobrevivientes en Argentina
En Buenos Aires, Pedro Polacek, de 88 años y nacido en Praga, recuerda a su padre asesinado. «A lo que me enseñó antes de que nos deportaran: me enseñó a afrontar la vida», cuenta el anciano, deportado a Theresienstadt, en República Checa, cuando apenas tenÃa seis años.
Eva Erben, una israelà de 84 años que también nació en Praga, recuerda en cambio a su madre. «Me hablaba de lo que harÃamos cuando volviéramos a casa, qué comprarÃamos, qué zapatos nos pondrÃamos, qué ropa nos pondrÃamos e irÃamos a visitar a gente, a arreglarnos los dientes», cuenta la mujer, deportada a Theresienstadt y a Auschwitz-Birkenau.
Era «una heroÃna» que murió tras «la marcha de la muerte» cuando, al acercarse los soldados soviéticos, los nazis obligaron a los deportados a recorrer cientos de kilómetros, en harapos, bajo la nieve y el frÃo glacial, en dirección a Alemania y Austria, continuó.

La guerra en la actualidad
Son pocas las veces en las que el antisemitismo resurgió con tanto calado desde la Segunda Guerra Mundial, en particular desde los ataques del movimiento islamista palestino Hamás en el sur de Israel el 7 de octubre, que desencadenaron la guerra en Gaza.
El regreso de la extrema derecha les genera también espanto. Sea en Italia, dirigida por la jefa del partido Fratelli d’Italia (FDI) Giorgia Meloni o en Alemania, donde el partido AfD conoce importantes avances.
«El presente es muy sombrÃo», opina el vienés Erich Richard Finsches, de 97 años. Superviviente de Auschwitz-Birkenau, vio con pavor la histórica victoria del Partido de la Libertad (FPÖ) en Austria. En su opinión, se ha engañado a los votantes del mismo modo que Adolf Hitler -nacido en Austria- engañó a los alemanes.
También existe un gran miedo al olvido. Miedo a «que se ahoga en la memoria de la Historia», teme Pinchas Gutter. O en el incesante flujo de las redes sociales, dice Eva Shainblum.
«Lo veo, incluso con mis nietos», lamenta. «Me preocupo por la nueva generación porque hoy no tienen la paciencia de escuchar, tienen esa máquina (teléfono inteligente) y están en ella dÃa y noche».
«Durante décadas se dijo que hablábamos demasiado de ello (…) pero cuantas más generaciones hay, menos se sabe lo que pasó», ahonda la húngara Judit Varga Hoffmann, de 97 años y deportada a Auschwitz-Birkenau.
Elena Jabina, una rusa de 82 años, incluso cree que tras la muerte de los supervivientes «probablemente no quedará ningún recuerdo». Fue deportada al campo de concentración de Klooga, Estonia, cuando apenas era un bebé de siete meses.
«Hay una frase del Talmud que dice: ‘el que olvida su pasado es condenado a revivirlo'», advierte Catherine Chalfine cuando recuerda la historia de su padre Gabriel Bénichou, nacido en Argelia francesa hace 98 años y detenido en Marsella. Desde esa ciudad del sur de Francia fue deportado a Auschwitz-Birkenau.
Para Rosa Schneeberger, sinti austriaca de 88 años, deportada a los cinco al «campo gitano» de Lackenbach, es desolador ver cómo se extinguen la cultura y la lengua de su minorÃa romanÃ.
«Los sinti están desapareciendo» porque «la mayorÃa murieron durante la guerra» y ya no hay suficientes supervivientes para mantener una comunidad.

Voces de esperanza
Pese a todo, ahà sigue el mensaje de esperanza y la inquebrantable fe en la vida de quienes tan cerca estuvieron de perderla siendo muy jóvenes.
Emociona escuchar a Gyorgyi Nemes desde Montreal, que tras contar «el infierno» de su deportación, cierra la entrevista con estas palabras: «Enterré a mi marido hace diez años, pero tengo un hijo, una nuera y mi familia. Como les digo, soy la personas más afortunada del mundo».
Y qué decir de la sudafricana Ella Blumenthal, de 103 años, que sobrevivió al gueto de Varsovia, a Majdanek, a Auschwitz-Birkenau y a Bergen-Belsen, que habla del «arte de la supervivencia» y del «milagro» de seguir vivo.
«Me ayudaron a sobrevivir, a seguir en pie para poder decir: ‘qué mundo tan maravilloso'», exclama esta mujer, que nació en Varsovia y perdió a toda su familia, 23 personas en total, a manos del nazismo.
El leitmotiv común de todos estos supervivientes es resistir. Todos, a su manera, lanzan un vibrante llamamiento en favor de la libertad, la paz y la tolerancia.
«Hay que tener siempre la esperanza de sobrevivir y luchar por ello», dice la argentina Raquel Lily Soriano Alhadeff, de 97 años, nacida en Rodas, una isla griega por entonces bajo dominación italiana. Con apenas 18 años, esta mujer logró escapar de Kaufering, un campo satélite del de Dachau, en Alemania, poco antes de ser liberado.
«Hay que pasar el testigo a los jóvenes», insiste Marek Dunin-Wasowicz, comprometido con la resistencia polaca a los 15 años, y que 75 años más tarde fue testigo en uno de los últimos procesos a responsables nazis, en este caso el del ex guardián de las SS Bruno Dey.
Los jóvenes «son nuestra única esperanza», añade, y deben «recordar no sólo a los que murieron, sino también lo que ocurrió, para que eso no vuelva a suceder».
A ellos precisamente se dirige el francés Guy Poirot, cuya supervivencia es un absoluto milagro. Nacido a comienzos de 1945 en el campo de concentración de Ravensbrück, vivió en él sus primeros 46 dÃas de existencia.
«Escuchen, ustedes los jóvenes, a quienes les han dado una conciencia (…) trabajen juntos, reflexionen juntos», proclama. «ÃLa vida es un compromiso!».