Hay un ritual argentino del siglo XXI que ya debería ser patrimonio de la UNESCO:
gente festejando cosas que no ganó, no construyó, no imaginó y, en algunos casos, ni siquiera pidió. Pero igual se celebra. Se celebra fuerte. Se festeja como si hubieran ganado un Nobel por enviar un sticker de WhatsApp.
Hoy la cultura del mérito está tan devaluada que si la querés usar para pagar, el kiosquero te dice: -No, maestro, eso no lo recibo ni para envolver un pebete-.
Lo más surrealista no es quien recibe el regalo, sino la hinchada alrededor, ese público que aplaude cualquier injusticia con el entusiasmo de un perro viendo abrir la heladera.
Cuestionar el atajo te convierte instantáneamente en: aguafiestas, mala persona, facho, o en un combo promocional de los tres.
La moral moderna exige que aplaudamos lo que es injusto, pero con una sonrisa Amplia, casi dental. Si no aplaudís, sos mala gente. Si lo aplaudís, sos un ciudadano comprometido. Si lo aplaudís demasiado, te nombran asesor. Y si querés ver esta lógica en su máxima expresión, no hace falta leer a Durkheim ni a Nietzsche: mirá un partido de fútbol. Ese espectáculo donde los equipos celebran victorias más regaladas que cargo en acto político.
Un penal inventado, otro sin mirar, un offside que se vio desde la Estación Espacial Internacional…Pero igual: —¡Vamos, carajo! ¡Ganamos!, ¿Ganamos? ¿Ganamos qué? Si el gol te lo armó el Tapia, Beligoy, el VAR, la FIFA y Papá Noel.
Los jugadores festejan abrazados, la hinchada se tira encima como en un pogo de La Renga, y los dirigentes sonríen como si acabaran de ganar viaje y estadia gratis en el mundial 2026 con tarjetas de crédito a cargo de la AFA. ¡Y de eso se trata!, Y todos sabemos que no ganaron ni al Truco. Pero igual aplauden, aplauden fuerte, aplauden para tapar el ruido del roce moral: ese “che, me parece que esto estuvo medio turbio…”.
Vivimos en un país donde la épica del esfuerzo fue reemplazada por la logística del acomodo, y donde el talento vale menos que el abrazo protector. La pregunta ya no es “¿qué hiciste?”, porque si la hacés quedás como un señor de 1840. La pregunta ahora es: “¿Te apadrina Tapia?” , porque si te apadrina, felicitaciones: te toca premio, diploma y foto oficial con sonrisa estampada para ser socio de Barracas Central y secanuca oficial.
Si no, te queda mirar desde afuera con la cara del que llegó tarde al asado y solo quedan pepinos de la ensalada.
Lo complicado es que una sociedad construida sobre regalos se vuelve estéril.
No avanza, no crece, no piensa: se reproduce por fotos de piñatas. El talento se va del país y acá quedan solo los que están enchufados a algo, pero no a la electricidad porque la luz está cara. ¿Para qué esforzarse si el premio se lo lleva siempre el otro? Hace años confundimos igualdad de oportunidades con igualdad de resultados. Y en ese jardín de infantes gigante que hemos creado, premiar al que se rasca los huevos se volvió política pública. Como repartir juguetes, pero sin niños, o robarles a los discapacitados.
Y lo peor es que el regalo no construye nada. No te pertenece. Es como cuando sos tan rata hijo de puta que le robas el wifi a tu hermano de la vida, el vecino: funciona, pero vivís con miedo de que un día cambie la contraseña y te quedes viendo el círculo de carga de la vida. Veia a los dirigentes de Rosario Central y a la hinchada en la celebración exagerada de la Copa que le regalaron, ese festejo con grito y banderita, es puro maquillaje. Sirve para tapar lo que realmente sabés y es que … no lo ganaste vos. Volver al mérito no es elitismo: es volver a la sensatez básica, esa cosa primitiva de que si trabajás, avanzás, y si no, bueno… te dedicás a la política porque por ahi ligas algo. Porque una sociedad que aplaude regalos se convierte en un jardín maternal, y una sociedad infantilizada vive esperando su próxima bolsita con caramelos. Pero hoy más que nunca, Argentina necesita jóvenes, generacion intermedia, y viejos que estén orgullosos de la palabra «mérito», no necesitamos «Chiquis Tapias» dandote el regalito condicionado a….
