En la República Autárquica y Sentimental de la Boca —territorio soberano resaltado por Don Benito Quinquela Martín, Carlos Bianchi y el fantasma de Maradona— estalló una rebelión silenciosa. Fue sin pancartas, sin micros, sin bombos ni choripanes, pero con la furia contenida de un país que aprendió a decir que no. Una negativa rotunda, sin margen para la interpretación. Un “NO” que no entró en la urna porque la urna les da asco.
Porque, seamos claros: en las elecciones de CABA votó medio padrón, o dicho con más precisión, la otra mitad no fue ni con amenaza de multa ni con promesa de sanguchito de miga gratis. El mensaje fue nítido, cortante, brutal: “Con estos candidatos no se salva ni el loro, ni la China Suárez, ni Wanda Nara, ni la jueza Makintach, así que no cuenten conmigo.”
¿Desinterés? ¿Apatía? ¿Falta de compromiso democrático? No, señores. ¡Todo lo contrario! Lo que hubo fue compromiso total… con la dignidad de no prestarse al circo romano de una casta que sigue ofreciendo payasos como si fueran estadistas.
Mientras los consultores políticos trataban de descifrar el mensaje del electorado, la mitad de la ciudadanía decidió usar el mejor filtro que tiene una democracia moderna: el desinterés selectivo como forma de protesta radical. Porque cuando la política ofrece figuritas repetidas, lo más sano es no llenar el álbum.
Y eso fue lo que pasó. La gente no fue. Porque está harta. Porque no va a validar con su voto un sistema que hace años está más podrido que filet de merluza en enero. Porque sabe —ya lo sabe— que ninguno de los que se postulan va a cambiar nada, y que todo lo que prometen se evapora más rápido que la Coca Cola en vaso de plástico en el parque, después de caminarte 10 vueltas.
En los barrios, la rebeldía se manifestó en ojotas, con la pava hirviendo y la tele de fondo. El gesto fue sutil: no salir de casa. Porque, ¿para qué salir? ¿Para elegir entre el que ajusta con cara de loco y el que ajusta con cara de bueno? ¿Entre el que cita a Milei para hacerse el liberal y el que cita a Evita para hacerse el sensible, pero ambos te rompen el alma con la misma política?
No, hermano. No cuentes conmigo.
Y lo peor —o lo mejor, según cómo se mire— es que ni siquiera hubo clima electoral. Nadie hablaba de los comicios. Nadie debatía, ni en la verdulería ni en el colectivo. Lo único que se comentaba era si había descuentos en el kilo de milanesas o si ya subió el ómnibus otra vez. Porque votar viendo los candidatos que se presentaron, se volvió una pérdida de tiempo con olor a estafa emocional.
Y mientras tanto, los candidatos… Ah, los candidatos. Todos preocupadísimos. No por el ausentismo, claro. Si no por cómo justificar su fracaso sin reconocer que nadie los quiere ni regalados. Que los votan porque no queda otra, o porque el miedo siempre garpa más que la esperanza.
Se comieron una piña institucional y salieron diciendo que fue un estornudo. Pero no. Fue una trompada democrática dada por la indiferencia. Un cross de izquierda del ciudadano que se hartó de jugar a la democracia sin premios, sin resultados, sin cambios. Que se hartó de elegir entre mierda fría y mierda tibia.
Y entonces sí, vinieron los panelistas de la moral cívica, los guardianes de la república de cartón corrugado, a decirnos que “hay que votar”. Que “la democracia se defiende con el sufragio”. Pero, ¿qué democracia es esa que te obliga a elegir entre dos formas de hundirte? ¿Qué representación puede haber si los candidatos representan más a sus sponsors que a los votantes?
En algún rincón del sur porteño, un jubilado se rascó la cabeza frente a la urna vacía. “Esto ya lo vi —dijo—, y la película termina siempre igual: con el pueblo aplaudiendo mientras lo cagan.” Y eligió no aplaudir más.
Porque el abstencionismo no es desinterés, sino una forma superior de participación. Una protesta sin pancarta. Un insulto sin palabras. Una bandera blanca que, en realidad, está gritando: “¡No me jodan más!”
El ciudadano que no fue a votar es más consciente que el que fue por costumbre, por miedo, o por mandato partidario. El que no fue, hizo el mayor acto político de este siglo: se negó a colaborar con su propio verdugo. Se negó a ser cómplice de una puesta en escena donde siempre gana el que tiene más cara de piedra.
Y entonces, sí: la democracia cruje. Pero no por culpa del ausente. Crac-crac. Crac-crac. Es el ruido de las estructuras vacías que se desarman solas. Es el sistema que se cae porque ya no hay quien lo sostenga. Porque no hay fe. Porque no hay ilusión. Porque no hay nada.
Y así termina esta jornada electoral en la Ciudad Autónoma del Olvido, la Capital del país de los argentinos. Con la mitad del padrón en sus casas, mirando Netflix o pelando papas, mientras los elegidos hacen caravana en autos oficiales, saludando a un pueblo que ya ni los mira.
Pero ojo: no es que no votaron. Es que votaron con los pies. Votaron yéndose. Votaron en silencio. Y el mensaje quedó clarito: «El que no escucha, pierde. Y el que no convence, que no se queje cuando la gente lo mande a la mierda sin levantar la voz».