San Juan, tierra de Domingo Faustino Sarmiento, padre de la educación pública argentina, vuelve a mirar su reflejo en el espejo de las estadísticas, y lo que ve no es un rostro luminoso sino una herida que sangra.
Solo el 57 % de nuestros alumnos completa la secundaria en el tiempo esperado. Apenas más de la mitad. Y, de ese puñado, apenas 1 de cada 10 logra alcanzar niveles satisfactorios en Lengua y Matemática. El resto carga títulos que pesan más como papel que como conocimiento.
¿No es esto una afrenta a la memoria de aquel sanjuanino que soñó con escuelas como templos de luz en medio de la barbarie? ¿Qué diría Sarmiento si viera que en su tierra natal los niños se pierden en un laberinto de abandono y frustración, mientras el Estado que debía guiarlos baja los brazos?
Cada chico que no termina la escuela es una historia quebrada, una esperanza mutilada. Cada aula vacía es un silencio que retumba como campana fúnebre en esta provincia que debería ser faro y no sombra.
San Juan, madre de maestros y constructora de futuro, hoy se descubre huérfana de su propia vocación. Lo que debería ser orgullo es vergüenza; lo que debería ser herencia es tragedia.
Por eso, esta carta no es un reproche solamente: es un llamado desesperado. Que se abran los ojos, que se despierte la memoria, que la educación vuelva a ser causa común y no saldo estadístico. Porque si dejamos que la escuela muera en la tierra de Sarmiento, lo que muere no es solo la educación: muere el alma misma de San Juan.