BARCELONA.- Tal y como ocurrió en 2018, Arabia Saudita y su príncipe heredero, Mohamed ben Salman, están en boca de todos, incluidos mandatarios y medios de internacionales. Sin embargo, las razones son diametralmente opuestas. Entonces, el líder saudita y su reino se encontraban en el ojo del huracán por el brutal asesinato del periodista y disidente Jamal Khashoggi. Ahora, son protagonistas porque han adquirido un enorme peso en el tablero geoestratégico de Medio Oriente, pero no solo por eso. Las visitas de presidentes, ministros de Asuntos Exteriores y emisarios se suceden estos días en Riad a un ritmo frenético. La frutilla del postre de este status de hub diplomático podría ser la celebración de una cumbre dedicada a la paz en Ucrania entre el presidente ruso, Vladimir Putin, y el estadounidense, Donald Trump, que es el promotor de la idea.
La transición de Estado paria a inevitable actor de la diplomacia mundial ha sido progresiva, pero se ha acelerado en los últimos años. Esta evolución no habría sido posible sin la persistencia de Ben Salman, auténtico hombre fuerte del régimen, y el músculo energético y financiero de un país que ha liderado durante décadas la lista de exportadores mundiales de petróleo.
Durante varios años, los líderes occidentales evitaron cualquier contacto con Ben Salman, considerado el autor intelectual del asesinato de Khashoggi en el consulado saudita de Estambul. El hecho de que Riad promueva una versión ultraconservadora del islam -el wahabismo- tampoco ayudaba precisamente a su reputación internacional.
Durante su campaña presidencial en 2020, Joe Biden llegó a declarar que quería convertir al joven príncipe en un “paria” internacional. Dos años después, el propio Biden escenificaba una especie de indulto simbólico con un saludo al líder saudita típico de la era Covid, un suave choque de puños. Entre ambas momentos, sucedió algo que sacudió las relaciones internacionales y facilitó la rehabilitación de Arabia Saudita: el estallido de la guerra de Ucrania.
Otros dos acontecimientos han sellado el regreso de Riad a la primera fila de la diplomacia mundial: el ataque de Hamas el 7 de octubre de 2023, y la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Tras muchos años de mantenerse en un segundo plano, la guerra de Gaza ha situado de nuevo el conflicto entre Israel y los palestinos en el centro de las preocupaciones de la comunidad internacional. Y ahí, Arabia Saudita, guardián de la ciudad santa de La Meca, desempeñan un papel clave. Además, Trump tiene una relación muy fluida con la familia real saudita, como ya demostró en su primer mandato, gracias a sus negocios inmobiliarios en la región del Golfo Pérsico.
Existe otro factor más estructural que ha facilitado el ascenso saudita: el declive de Egipto como país líder del mundo árabe. “Desde la caída de [Hosni] Mubarak, Egipto ya no tiene un papel clave en la región”, comenta el analista sirio Muhsen al Mustafa, del think tank Omran Studies. Ese vacío que ha dejado El Cairo lo ha ido ocupando poco a poco Riad. Por eso, éste fue el destino del primer viaje internacional del nuevo líder sirio, Ahmed al-Sharaa, exjefe del grupo terrorista Al-Nusra. Arabia Saudita se ha convertido en lo que en inglés se llama “un Estado pivote”, es decir, que con sus movimientos hace bascular una región entera porque muchos Estados siguen sus pasos.
Es precisamente esta nueva condición de “pivote” la que hace que tanto Trump como el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, consideren a Arabia Saudita como un país clave en el conflicto entre israelíes y palestinos. Ambos están convencidos de que si Riad normalizara sus relaciones con Tel Aviv, varios Estados árabes seguirían sus pasos y los palestinos se quedarían solos y aislados en su reclamo de un Estado. Probablemente, por razones más puramente egoístas -Trump sueña con el Nobel de la Paz-, este acuerdo ya fue una obsesión durante su primer mandato, y todo parece indicar que este año insistirá en ello. De hecho, fue a instancias suyas que otros tres países árabes, Marruecos, Bahrein y Emiratos Árabes, ya establecieron relaciones diplomáticos con Israel, los llamados “Acuerdos de Abraham” en 2020.
Ahora bien, no será un objetivo fácil para el inquilino de la Casa Blanca. Si bien es cierto que justo antes del ataque de Hamas en 2023 Riad se había mostrado abierto a firmar la paz con Israel a cambio de contrapartidas por parte de Washington relativas a su seguridad, el régimen saudita sitúa ahora como condición sine qua non el establecimiento de un Estado palestino. Y esta es una línea roja para Netanyahu y sobre todo para sus socios de gobierno ultranacionalistas. Sin embargo, Trump parece seguro de que podrá convencer a Ben Salman de abandonar la defensa de los derechos de los palestinos.
Quizás la idea de sugerir a la mayor petromonarquía del Golfo como sede de su cumbre con Putin forma parte de una campaña de seducción de Ben Salman con un nuevo capítulo de los Acuerdos de Abraham en mente. En cualquier caso, es cierto que el distanciamiento entre Washington y Riad, que ya empezó durante la presidencia de Barack Obama, ha provocado que el régimen saudita aplique una política exterior más independiente. Por eso, no se ha alineado con Occidente a la hora de imponer sanciones a Rusia, y optó por no romper puentes con Putin. Ambos países son los más poderosos de la OPEP+, la asociación que reúne a los principales productores mundiales de petróleo.
Un último ejemplo de la centralidad de Riad se produjo el pasado jueves, cuando se supo que había ejercido de mediador en el intercambio de prisioneros entre Rusia y Estados Unidos que permitirá la liberación de Alexander Vinnik, un cibercriminal ruso entre rejas en Estados Unidos, y Marc Fogel, un maestro encarcelado en Rusia. El enviado de Trump para pacificar Medio Oriente y Ucrania, Steve Witkoff, declaró que la intervención de Ben Salman y el empresario ruso Kirill Dimitriev fue clave para desencallar las negociaciones. Definitivamente, el asesinato de Khashoggi pasó a la historia.