La cifra oficial: una participación del 69 % del padrón electoral. Un número que, en apariencia, pinta bastante digno para una mañana de domingo. Pero si lo ves de cerca (o lo pescás al vuelo con la lupa), empieza a parecer más una excusa decorosa: en 2021 la participación fue del 73,09 %. Es decir: bajó, y no precisamente porque todos se pasaron de la mañana al sofá.
Podríamos celebrar que “todo se desarrolló con normalidad”, que “no hubo incidentes en ninguna escuela”. Pero bajo esa tranquilidad se esconde una lectura más punzante: la democracia funciona, sí, pero ¿con cuánta intensidad la vivimos? Que no haya caos no es sinónimo de entusiasmo. Y el 69 % —que parece alto para los estándares más bajos— empieza a saber a tibieza.
Entonces, ¿aplaudimos o encendemos la alarma? Ambas cosas. Aplaudimos porque en tiempos de fatiga cívica mantener esa participación es un logro. Encendemos la alarma porque el descenso implica que un sector de la población decidió que hoy la política no era para ellos: o estaban desencantados, ocupados, en otro canal o simplemente no le vieron brillo. Y en tiempos donde cada voto cuenta, esa falta de brillantez es un lujo que no debería permitirse.

