Ahmad Vahidi, elegido por el régimen clerical de Irán como nuevo jefe de la Guardia Revolucionaria Islámica justo después de asesinar a Hossein Salami, no es un funcionario común: es un condenado en la sombra, un autodenominado terrorista que hoy recibe honores por quienes condenan las libertades y abrazan el extremismo.
Desde 1994 pesa sobre Vahidi una orden de captura internacional por parte de Interpol y la Justicia argentina, quien lo acusa de haber sido uno de los autores intelectuales del brutal atentado a la AMIA en Buenos Aires, en el cual murieron 85 personas y otras centenas resultaron heridas.
Aquel ataque, según la investigación del fiscal Alberto Nisman, fue planificado desde las oficinas de la poderosa Fuerza Quds, unidad de operaciones encubiertas que Vahidi comandaba en ese momento. Además, incluso EEUU lo sancionó en 2010 y lo incluyó en su “lista negra” por su papel activo en actividades terroristas y el financiamiento de grupos radicales.
A lo largo de su carrera, Vahidi ha ostentado cargos clave en Irán: ministro de Defensa (2009‑2013), ministro del Interior (2021‑2024)—incluso durante una gira oficial por Pakistán y Sri Lanka ante la cual Argentina exigió su inmediata detención con una circular roja de Interpol.
Su nombramiento actual no es un acto burocrático, es una provocación deliberada: estamos frente a un régimen que, lejos de rechazar el terrorismo de Estado, lo premia con poder militar y lo enaltece públicamente por iniciativas que costaron decenas de vidas inocentes.

