Una condena sin prisión para un sujeto que agredió y pateó a su pareja frente a sus dos hijos es una aberración judicial que no solo es inaceptable, sino también una muestra de la profunda desconexión que existe entre las leyes y la realidad de la violencia doméstica. Este tipo de decisiones judiciales no solo minimizan el sufrimiento de las víctimas, sino que validan la impunidad de aquellos que creen que pueden golpear, humillar y destrozar a sus seres queridos sin consecuencias reales.
¿De qué sirve la ley si no se aplica con la fuerza y la contundencia que exige un crimen tan grave? Aquí no estamos hablando de una simple discusión doméstica que se salió de control; estamos hablando de una agresión física y psicológica brutal, perpetrada frente a los hijos de la víctima, seres indefensos que serán marcados para siempre por lo que presenciaron. ¿Y la justicia qué hace? Le da un respiro al agresor, como si lo que hizo no tuviera peso.
Este tipo de fallos son una bofetada en la cara de las víctimas, un mensaje claro de que, en algunos casos, golpear a una mujer y traumatizar a niños no es tan grave como para merecer cárcel. ¿Cómo se puede explicar que un sujeto que ejerce violencia de esa magnitud quede en libertad, mientras la víctima queda con las cicatrices de por vida, tanto físicas como emocionales? Este tipo de condenas no son solo ineficaces, son complicidad, porque permiten que el agresor continúe en libertad, sin ningún temor a las consecuencias.
No hay excusas ni justificación que valga. El sistema judicial tiene la responsabilidad de proteger a las víctimas y garantizar que los agresores paguen por lo que han hecho. De lo contrario, estamos condenando a más mujeres y niños a vivir en el miedo, mientras los culpables siguen caminando por las calles con la certeza de que sus actos quedarán impunes. La justicia tiene que ser implacable, porque si no lo es, estamos contribuyendo a la perpetuación de la violencia.