Hace dos semanas que los manteros y vendedores ambulantes del Parque de Mayo fueron desalojados con la misma precisión con la que un mozo levanta un plato vacío en un bar de mala muerte. Desde entonces, la Fundación Solidaria Vendedores del Parque de Mayo –porque en este país hasta el que vende pulseritas de hilo tiene una fundación– sigue esperando que el municipio de la Capital les diga dónde podrán desplegar sus mantas sin riesgo de ser tratados como delincuentes.
El viernes habrá una reunión con las autoridades municipales, que seguramente llegarán con cara de “nos interesa su situación”, mientras piensan en cómo seguir pateando la pelota al córner. El presidente de la Fundación, Juan Sosa, aclaró que los vendedores no son manteros, porque ellos sí quieren pagar impuestos. Es decir, no son el lumpen proletariado del comercio callejero, sino emprendedores con vocación tributaria.
Lo cierto es que unas 70 familias quedaron en el limbo, esperando un veredicto municipal que los ubique en algún lugar decente para seguir vendiendo artesanías y demás chucherías sin ser perseguidos como vendedores de DVDs piratas en el 2005.
Mientras tanto, los pancheros del parque también están en la cuerda floja. Después de ser desalojados de la calle San Luis, les prometieron reubicación, pero hasta ahora lo único que tienen seguro es un curso de manipulación de alimentos y la consigna de “mejorar sus carritos”, porque al parecer el problema no era dónde estaban, sino que tenían poca onda estética.
Así que ahí están, vendedores y pancheros, en una espera que se parece mucho a esas películas en las que todos sabemos cómo va a terminar: con los protagonistas luchando contra la burocracia, esperando una respuesta que no llega y rogando que alguien en la municipalidad decida si son comerciantes o simples intrusos del espacio público.