La escena es de locos: más de 40.000 estudiantes haciendo cola para conseguir la credencial del boleto gratuito, mientras los empresarios del transporte colectivo… lloran. Sí, lloran. Pero no de emoción. Lloran porque tienen que trabajar. Y eso, para algunos, es una tragedia griega.
Ricardo Salvá, pope de ATAP –la cámara que agrupa a los dueños de colectivos de corta y media distancia de San Juan– dio una entrevista que parece sacada de un sketch de Capusotto: “Esto excede a las empresas”, dijo, como si los chicos fueran una plaga bíblica y no usuarios del servicio que ellos mismos prestan. Parece que tramitar credenciales les resulta más difícil que esquivar baches en Rawson.
La movida del Gobierno fue clara: boleto escolar gratuito. La respuesta de los colectiveros fue clarísima: “Uy excelente!, nos aseguramos la recaudación fija, viajen o no”. Quieren que el Estado les saque las fotocopias, les recorte las fotos carnet y, si se puede, les imprima las credenciales con tinta de unicornio. Porque claro, cualquier cosa menos hacer algo que no sea contar billetes.
Y ahí no termina: ahora piden que el Estado directamente se haga cargo de todo. “Capaz que EMICAR o alguna empresa parecida pueda encargarse de esto”, sugirió Salvá. ¿Qué sigue? ¿Que la provincia les lave los colectivos? ¿Que les manden un masajista a la terminal?
Lo que pasa es que están mal acostumbrados. Quieren cobrar sin que les molesten. Hasta se quejan porque ahora el Estado les paga a 30 días el boleto gratuito, y no en el momento. O sea: quieren guita ya, servicio después… si queda tiempo. Es la única industria en donde lloran porque la gente usa el servicio. Un fenómeno digno de estudio.
Y como frutilla del postre, algunos empresarios están rechazando hacer trámites a alumnos que no viajan en sus colectivos. Como si fueran dueños del espacio público. Como si pudieran decidir quién tiene derecho a un beneficio estatal. Pero eso sí: no recibieron «formalmente» ninguna orden. Traducción: si no me conviene, no la vi.
En su empresa, Libertador, se hacen los modernos: todo por WhatsApp y después pasás a buscar la credencial. Bien. Pero ojo, que no es por amor al arte: el trámite cuesta 3.000 pesos. Tres lucas por recibir un mensajito, imprimir una tarjetita y decirte “vení a buscarla”. Un modelo de negocios digno de Wall Street.
La verdadera tragedia no es la fila de estudiantes: es que los colectiveros se creen virreyes. Quieren que el Estado les llene el tanque, les gestione la agenda, les pague por adelantado y les saque el estrés de encima. Dar el servicio, lo que se dice dar el servicio que se comprometieron, solo si no queda otra.
Este episodio confirma algo que ya sabíamos: los empresarios del transporte no quieren prestar un servicio. Quieren cobrar subsidios, tirar el volante a un costado y que el Estado haga de niñera. Porque en el reino mágico del colectivo, lo único que no quieren manejar… es el colectivo.