En un significativo discurso en Marsella, el presidente de Italia Sergio Mattarella marcó recientemente una observación clave de este presente convulsionado. Se preguntó: “¿Pretende Europa ser objeto de disputa internacional, zona de influencia de otros…? ¿Puede aceptar quedar atrapada entre oligarcas y autocracias, como mucho con la perspectiva de una feliz vasallización?”
Están ahí algunas de las líneas fuertes y más soterradas del choque histórico actual entre las dos orillas del Atlántico y la urgencia europea contra reloj para modificar su realidad. Se trata de su sobrevivencia como bloque y tercera economía mundial y no es claro si lo logrará. Es importante observar en esa circunstancia para comprender lo que realmente está en juego y no detenerse en la suposición de que el nudo del conflicto es úniamente la guerra entre Rusia y Ucrania y que el apoyo europeo a Kiev tiene una única raíz solidaria.
Como señalan diplomáticos de Bruselas, este es un conflicto de conceptos que expone un diseño trumpista del planeta en blanco y negro que excluye a grandes franjas del propio sistema capitalista. La restauración de una estructura feudal sobrecargada, en la cual los dueños del poder se distribuyen las haciendas planetarias, alejados en lo posible de los límites republicanos. La nueva institucionalidad que proponen figuras como Elon Musk se desplaza más allá de la democracia a partir de que el poder se debe medir en fortaleza económica y capacidad coercitiva.
En aquel discurso de respuesta al título honoris causa de la universidad de Aix-Marsella, Mattarella se detiene varias veces en la reaparición de las esferas de influencia de las potencias, el dominio de sus espacios no necesariamente cercanos. Los visualiza como un reflejo sombrío del nacionalismo, el rearme y la competencia entre los Estados, que llevó al desastre bélico del siglo pasado.
Donald Trump imagina una geopolítica con el planeta repartido junto a las otras dos potencias, China y Rusia. Como resultado, y lo ha dicho públicamente, Ucrania puede ser parte del artefacto de poder de Vladimir Putin que propone el control del universo eslavo y más allá en una Europa desintegrada de su actual unidad. China, cuya fortaleza económica es indudable, se anota en ese juego porque saca una ganancia que suponía que sería dada mucho más adelante.
La cercanía de esta Casa Blanca con el Kremlin encaja perfectamente con estos criterios que desarman el legado de la posguerra. “Hemos perdido el concepto de madurez y cordura en las relaciones diplomáticas”, explica el canciller de EE.UU., Marco Rubio, al defender el impactante acercamiento con los dos rivales del sistema occidental.
Una protoalianza a extremos tales que reaparece la propuesta de rescatar el gigantesco gasoducto Nord Stream 2 ya terminado, pero suspendido por la guerra, que gatillaría una extraordinaria dependencia de Moscú de los países de Europa Central, principalmente Alemania, la mayor potencia de la UE. Nada es casual. La AfD, el partido neonazi alemán que acaba de duplicar sus apoyos en las elecciones y que respalda vivamente el gobierno norteamericano, propone reanudar los vínculos energéticos con Moscú y sacar al país de la UE.
Preocupación del establishment
La preocupación europea coincide con grandes sectores del establishment estadounidense, las corporaciones comerciales especialmente, que entrevén las acciones del líder republicano como una amenaza estratégica a los acuerdos que han asegurado la hegemonía estadounidense (y de sus aliados del Norte Mundial) durante décadas.
El comportamiento caótico de Trump, sigue sin embargo una cierta lógica. El desarme de Ucrania, el fortalecimiento de Rusia, la debilidad de Europa y la concentración de poder en EE.UU. La ofensiva de aranceles proteccionistas se explica desde esta perspectiva. Trump avanza con la guerra comercial para someter a lo que considera parte de su área de influencia, Canadá y México, que amplía a Groenlandia y el Ártico y veremos qué sucede con el Sur del continente aunque el caso de Panamá anticipa ya los criterios.
El Pentágono anticipó que no descarta usar su poderío militar dentro de México, supuestamente para atacar a los carteles, pero claramente para marcar la sumisión que demanda. Los costos son también claros. China, que aprovecha los espacios vacíos, ya colocó un pie incluso en la OEA con la candidatura del surinamés Albert Ramdin para encabezarla. (Madurez y cordura asiática)
No debe sorprender que aparezca últimamente la propuesta de que EE.UU. se retire tanto de las Naciones Unidas como de la OTAN, opción que promueve el inefable Musk. Son mecanismos, incluso la Organización Mundial de Comercio, cuya estructura de coordinación y multilateralidad contradicen lo que esta minoría ve en el arenero.
No hay novedades a la luz de la historia. En ese período, que Henry Kissinger llama la segunda guerra de los 30 años entre 1914 y 1945, después de la primera que concluyó con el Tratado de Westfalia en el siglo XVII, hubo una extraordinaria salida de países de la entonces Sociedad de las Naciones, el antecedente de la ONU. Alemania con Hitler, se retiró en 1933, Japón hizo lo mismo. Italia también se fue en 1937. Mattarella recuerda que estos dos países, junto a Francia, el Imperio Británico y la propia Alemania, eran miembros permanentes del Consejo (decisorio) de la Sociedad de las Naciones.

La alianza atlántica y la construcción del bloque europeo fue un factor clave del desarrollo capitalista mundial, pero para Trump y la facción de intereses que representa, Europa es un adversario comercial y un escollo. Recordemos que el magnate fue uno de los arietes del Brexit y militante del desarme de la unidad del continente, el principal socio histórico de EE.UU.
Alguien ha dicho hace tiempo que las alianzas en el mundo capitalista suelen ser la tregua antes de retomar la batalla. Esto que sucede no es un accidente, sino una consecuencia sistémica que tuvo alertas tempranas importantes con las crisis de 2008, muy semejante a la del ‘29 que, como ahora, disparó fervores proteccionistas, nacionalismos asfixiantes y democracias fallidas y autoritarias. Es por esto que Europa no puede abandonar a Ucrania, no tanto por el destino de ese país sino por el propio.
Desmantelar el estado benefactor
Es un desafío existencial pero de difícil resolución debido a las debilidades del continente. Llegan tarde y quizás exhaustos. La decisión anunciada por la titular de la Comisión Europea, Úrsula von de Leyen, de instaurar una economía de guerra, acumulando fondos de hasta 800 mil millones de euros para fortalecer militarmente a la UE, tiene la contraparte de que esas sumas salen en gran medida del sistema de amortiguadores sociales de los 27, la “revolución fiscal” de la que habla The Economist para desmantelar los restos del Estado benefactor.
Relevar la ayuda militar de EE.UU. a Kiev supondrá un formidable ajuste, ahora con Alemania llamando a ignorar las reglas de la estabilidad presupuestaria para dotarse de poderío disuasivo que incluya tropas en Ucrania e indudablemente con Moscú en la mira y el riesgo de una guerra ampliada que ya no parece una fantasía. “Rusia es una amenaza para Francia y para Europa”, denunció Emmanuel Macron en un discurso al país enarbolando la importancia de la sombrilla nuclear.
No son pequeñas las cosas de lo que trata este dilema que todos comparan con la respuesta al nazismo el siglo pasado. La consecuencia en el bloque será la segura escalada del disgusto popular y el crecimiento de las alternativas disruptivas de ultraderecha como la AfD, Vox o el FPO de Austria, que reflejan la inconformidad de las clases media con las trabas al desarrollo individual. Una paradoja, la defensa de la Unión Europea al costo de debilitarla.
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