Lo que sucedió en Venezuela este último domingo ha sido un golpe de Estado. No exagera el concepto. Según los datos de las actas oficiales de la votación, difundidas por la alianza opositora, el régimen chavista decidió desconocer la voluntad popular e imponer la propia con prepotencia. Que es de lo que se tratan los golpes. No es un comportamiento distante de lo usual en el chavismo.
En Venezuela hace años que no hay libertad de prensa ni de opinión, tampoco se permite el libre juego de la oposición política, que es acosada, arrestada y exiliada. Para quienes inventan la foto progresista de ese experimento, hay además centros clandestinos de detención, automóviles sin patente que secuestran opositores y presos políticos sometidos a torturas. Un espejo de las viejas dictaduras setentistas, también con el agregado de un Estado ausente.
Debido a que efectivamente ha habido un golpe, la presión sobre los gobiernos de la región se determina por el daño autoinfligido que implicaría legitimar un proceso fraudulento y autoritario. Que además, en caso de consolidarse, reproducirá una migración de desesperados que ya ha expulsado del país a casi 8 millones de venezolanos.
Ese aluvión se agudizaría con el formato de una crisis humanitaria en principio sobre los países limítrofes, en particular Colombia y Brasil. En esa observación radica uno de los aspectos del distanciamiento que exponen en estas horas incluso los gobiernos que han sido cercanos y benevolentes con el régimen.
Lula da Silva, que rompió los límites al considerar que Maduro era un par democrático de uruguayos, chilenos o de sí mismo, pagó con una erosión significativa de su imagen por ese exceso. Del cual ahora se aleja debido a que esa relación es un lastre más que incómodo con vistas a las elecciones municipales de octubre que dependen del humor del centro político.
Es estridente la demanda común de líder brasileño con su colega de EE.UU., Joe Biden, las dos economías más grandes del continente, para que el régimen entregue las actas, es decir que acepte su derrota.
Esta es una parte del contexto. Otra es que Venezuela es un país cuyo pueblo ha sido derrotado, uno de los pocos «éxitos» especialmente de la etapa de Maduro. No solo con el actual desastre. Quienes escaparon inicialmente de esa comarca fallida han sido los sectores de mayor influencia social, incluidas grandes porciones de la clase media y la intelectualidad.
Esta observación indicaría una dificultad ciudadana para revertir el golpe del régimen y desarmar el dibujo perverso que han creado de las elecciones. Sin embargo hay otros factores a considerar que, de paso, explican el enorme caudal de votos opositores que constatarían las actas.
Uno de ellos es el formidable ajuste de la economía que llevó delante Maduro, amontonando un 82 por ciento de la población en la pobreza. No es casual, por lo tanto, que la disidencia haya triunfado en las barriadas pobres, históricamente chavistas, que reaccionaron de ese modo, no a favor de la oposición, sino en contra de lo que hay.
Cuidado con ese dato, porque son múltiples los ejemplos alrededor del mundo de reacciones populares contra sus tiranías, que en el camino van construyendo una nueva dirigencia, precisamente cuando no queda otra esperanza y finalmente derriban dictaduras.
