Hubo un tiempo en que hacer política era debatir ideas. Hoy, la política argentina es más parecida a una pelea de barrio con micrófono: gana el que insulta más rápido, más fuerte y con menos filtro. El insulto dejó de ser la pataleta de alguien sin argumentos para convertirse en estrategia oficial. De hecho, si no te dicen “zurdito”, “fascista” o “títere del FMI” antes del desayuno, ¿vivís en este país?
Entre 2023 y 2025, los insultos en redes sociales se duplicaron. Sí, duplicaron. Hay más insultos que propuestas. Más “burro” que “reforma estructural”. Y esto no es percepción: es dato. Se publican 42.000 insultos por día. O sea, ¡uno cada dos segundos! Si tuiteás lento, perdiste el tren del bardo.
El campeón indiscutido del insulto es, sin dudas, el presidente Javier Milei. En dos años, tiró más de 1.500 insultos. Ya no parece un mandatario, sino un freestyle de Twitter con corbata. Le dijo a Kicillof “pichón de Stalin” con una naturalidad que da miedo… y un poco de envidia. Porque hay que tener creatividad para inventar nuevas formas de bardear gente sin repetir insulto dos veces.
Pero no es solo él. Todos juegan. La oposición también mete lo suyo. Porque si el oficialismo lanza napalm verbal, el resto no va a responder con pétalos de rosa. No señor. Acá todos tienen lengua afilada y dedo rápido para el tuit.
Detrás de esto está lo que algunos académicos llaman “politainment”: la mezcla explosiva entre política y entretenimiento. Es como “Gran Hermano”, pero sin casa, sin reglas, y con más odio que rating. En esta versión argentina, el político no necesita tener ideas, necesita tener punchlines. El Congreso se volvió un “roast” permanente. Un show de stand-up sin risa, pero con indignación viral.
La clave ya no es convencer, es humillar. No es ganar el debate, es ganar el retweet. Un buen insulto puede reemplazar una plataforma de gobierno. ¿Plan económico? Nah, mejor decirle “burócrata comunista” al que propuso algo. Más barato, más efectivo y encima te aplauden en TikTok.
El problema es que el insulto, cuando es moneda corriente, deja de impactar. Si todo es un escándalo, nada lo es. Si todos son “nazis”, “chorros” o “vende patria”, entonces, ¿quién queda para armar un país?
Y lo peor: los que no insultan, quedan como tibios. Como si el respeto fuera debilidad. Como si el silencio fuera traición. Si dudás, perdiste. Si pensás, te quedaste afuera. La política argentina parece escrita por un adolescente enojado, pero con Photoshop y cable a Crónica.
Así que acá estamos: en un país donde los insultos son más importantes que los hechos, y donde la agresión es más efectiva que el argumento. ¿La solución? No sé… tal vez apagar Twitter, salir a la vereda y hablar con alguien sin decirle “inútil funcional”. Capaz, solo capaz, ahí empieza algo parecido a la política.

