El ingreso del fentanilo —opioide sintético de extrema potencia— podría transformar una crisis ya grave en una verdadera catástrofe social. Este narcótico, decenas de veces más fuerte que la morfina, es letal incluso en dosis mínimas.
En otras sociedades, su propagación en entornos vulnerables generó hasta 100 000 muertes al año. Si este escenario se replicara en Argentina, el saldo sería devastador:
Expondría al grupo social más indefenso —personas sin hogar, sin soporte ni contención— a una adicción fulminante y mortal. Colapsaría el sistema de emergencia, ya sobrepasado: funerarias, morgues, hospitales y servicios de salud mental serían incapaces de absorber el impacto. Multiplicaría dramáticamente la mortalidad temprana, con un aumento significativo de muertes «invisibles», enterradas en las estadísticas como simples cifras frías.
En nuestro país ya existe un precedente: un lote contaminado de fentanilo en ámbito hospitalario provocó la muerte de al menos 14 personas y afectó a otras 50. Lo que sucedió en ese contexto —con control sanitario, monitoreo y acceso médico— sugiere que la situación con víctimas sin hogar, sin ningún tipo de red, sería aún peor.
No es especulación: es la cruda proyección de un fenómeno global que golpea, con particular saña, a quienes carecen de refugio o de estructura familiar. El fentanilo no solo mata: destruye cuerpos, vacía vidas, rompe entornos ya frágiles. En las zonas más vulnerables, su llegada sería un golpe directo a la dignidad humana.