Condenada a seis años de prisión e inhabilitada de por vida para ejercer cargos públicos, Cristina Fernández de Kirchner cumple desde hace días el arresto domiciliario en uno de sus departamentos del barrio porteño de Constitución, en el mismo edificio donde reside su hija, Florencia Kirchner. La notificación judicial llegó el martes por la tarde, y con ella, una serie de interrogantes sobre la legalidad del lugar elegido para cumplir la pena: un inmueble vinculado a la firma “Los Sauces”, parte de otra causa penal aún sin resolución y susceptible de embargo.
Durante los 17 años que duró su extenso derrotero judicial, Cristina jamás pronunció las palabras “soy inocente”. Esa omisión no fue casual: sabía que las pruebas en su contra eran abrumadoras. Con la condena ya firme, se terminó el show: no habrá más balcones, ni poses de Eva Perón, ni saludos triunfales a seguidores movilizados por aparato. Tampoco se concretará la liturgia planificada para esta semana, que incluía una caravana peronista hacia los tribunales de Comodoro Py como si se tratara de una nueva investidura.
El derrumbe es político, judicial y simbólico. Cristina Fernández no solo fue condenada por corrupción: fue desenmascarada como jefa de un esquema de saqueo del Estado. El peronismo/kirchnerismo atraviesa una crisis profunda, sin conducción efectiva y con su figura central inhabilitada legal y moralmente para ejercer cualquier liderazgo. La presidencia del Partido Justicialista también le ha sido arrebatada: la ley impide que una persona condenada dirija una formación política.
Las ventanas del departamento en San José 1111 permanecen cerradas. Cristina, aquella que durante años salió al balcón como si la calle le perteneciera, ha desaparecido de la escena. La justicia fue clara: debe abstenerse de todo comportamiento que altere la tranquilidad del vecindario. En apenas cinco días, la zona se convirtió en una mezcla de vigilia militante, circo turístico y feria improvisada. Si las manifestaciones persisten, será ella quien deba desalojarlas. El juez fue tajante: de lo contrario, revocará el beneficio y la enviará a una cárcel común.
A sus 72 años, Cristina intentó una maniobra desesperada para obtener fueros este año, candidateándose como diputada provincial en la Tercera Sección Electoral bonaerense. No lo logró. La Corte Suprema, en una sentencia lapidaria, confirmó lo que la sociedad ya intuía: que Cristina Fernández de Kirchner fue la responsable directa del mayor esquema de corrupción institucional desde el retorno de la democracia. La causa Vialidad, que la condenó junto a varios funcionarios de su confianza, dejó al descubierto una estructura diseñada para enriquecer a la familia Kirchner con fondos públicos. El perjuicio al Estado ronda los 70 millones de euros.
Hoy, Cristina no es una perseguida política ni una líder injustamente caída: es una exmandataria condenada por corrupción, inhabilitada y aislada. No habrá exilio de lujo, ni operaciones políticas tras bambalinas. No es Perón en Puerta de Hierro. Ya no tiene autoridad para dar órdenes, y sus leales empiezan a buscar nuevos referentes. El peronismo siempre acompaña hasta la puerta del cementerio político, pero no entra.
Los fiscales Luciani y Mola se opusieron al arresto domiciliario, considerándolo un agravio a la igualdad ante la ley. El juez Gorini no les concedió una celda común, pero sí dispuso el uso obligatorio de una tobillera electrónica: una medida simbólicamente dura para quien personificó el poder durante más de una década. La imagen de Cristina, vigilada por una pulsera judicial, resume el ocaso.
Ni sus escoltas —objeto de discusión por su dependencia directa— ni su entorno más cercano podrán alterar las condiciones de la condena. Quienes la defienden, apelan a comparaciones con Lula. Pero incluso ellos saben que su regreso es inviable. Legalmente es posible que el presidente Javier Milei la indulte, pero políticamente es impensable: su administración no se construye sobre pactos de impunidad.
La vida de Cristina Kirchner cambió para siempre. Seguirá rodeada de lujos y marcas de alta gama, pero confinada. Su celda no tiene barrotes, pero sí límites infranqueables. Está decorada con relojes Rolex, carteras Hermes y valijas Louis Vuitton, pero es una celda al fin. Y allí deberá quedarse, al menos, durante los próximos seis años. La historia, la justicia y la sociedad ya dictaron su veredicto: culpable.