Desplazados, pero no vencidos: la odisea del pancho en el exilio
Desde que los carros pancheros fueron reubicados por el noble propósito de “ordenar el espacio público” (una forma elegante de decir “afuera, mugrientos”), las esquinas céntricas quedaron más limpias, sí… pero también más tristes. Porque, seamos sinceros: ¿qué es una ciudad sin el aroma envolvente de un pancho hirviendo en jugo de dudosa procedencia a las tres de la mañana?
Ahora confinados a una zona más alejada —donde Dios perdió el tenedor y Uber no llega—, los puestos de comida rápida viven una realidad cruel: menos gente, más quejas de vecinos, y un nivel de épica griega en cada salchicha vendida.
Las autoridades aseguran que todo es para mejorar la convivencia urbana. Pero claro, a los vecinos de la nueva zona no les avisaron que la “convivencia” venía con olor a chorizo, fritanga y cumbia de fondo hasta el amanecer. Algunos exigen que los saquen. Otros solo piden auriculares con cancelación de ruido y paciencia nivel monje tibetano.
El público, por su parte, está tibio. No es un fracaso escandaloso, pero tampoco un éxito estilo “pancho doble con lluvia y papitas”. Los puesteros extrañan esos clientes fiesteros que aparecían tambaleando desde los boliches, dispuestos a pagar cualquier precio por un pancho, una birra o, si estaban muy mal, un pebete filosófico sobre el sentido de la vida.
Hoy, en vez de eso, tienen que lidiar con el silencio, los grillos y algún que otro runner que pasa con cara de juicio y olor a citronela.
El intento de adaptación sigue en curso, pero ni los comerciantes ni los nuevos vecinos sienten que ganaron algo. Y mientras tanto, los fieles del pancho de madrugada —esos héroes con doble hígado por la mayonesa— peregrinan hacia la nueva tierra prometida, preguntándose: ¿Cuándo volveremos a comer parados, borrachos y felices en la calle San Luis?