Si la innovación tuviera una iconografía, incluiría a un genio, un momento de revelación y una pizca de serendipia. Alexander Fleming descubre la penicilina al notar un moho creciendo en una placa con bacterias. John Snow dibuja un mapa con las víctimas de una epidemia de cólera en el Londres del siglo XIX y logra rastrear el brote hasta una bomba de agua específica. Un químico alemán llamado August Kekulé se queda dormido, sueña con serpientes que se muerden la cola y, al despertar, comprende que la molécula de benceno tiene forma de anillo.
Momentos así dan buenas escenas de película, pero son la forma equivocada de pensar la innovación en las empresas. Los avances llegan gracias al esfuerzo sostenido, el paso del tiempo y el trabajo en equipo, como lo demuestran estas historias corporativas.
Wayve, una firma de software para autos autónomos que hoy es una de las startups europeas más prometedoras en inteligencia artificial (IA), fue un caso atípico durante años. Alex Kendall, uno de sus cofundadores, estudiaba en Cambridge cuando se convenció de que la mejor forma de resolver el problema de la conducción autónoma era permitir que una IA aprendiera por sí sola los patrones de comportamiento al volante.
Eso lo hacía diferente. En ese momento, la industria intentaba programar reglas para cada situación que pudiera enfrentar un auto. Hoy el enfoque de Wayve es mucho más común: el mes pasado firmó un acuerdo con Nissan para integrar su tecnología en los sistemas de conducción autónoma del fabricante japonés. Pero llegar hasta ahí les llevó ocho años. “La mentira más grande es la idea del momento eureka, donde simplemente te despertás con una idea que lo resuelve todo”, dice Kendall.
Una buena idea puede no llegar a nada si las condiciones no son las adecuadas. Y haber fracasado con algo en el pasado no es razón para descartarlo para siempre, como muestra el caso de Google. Liz Reid, jefa del área de búsqueda, cuenta que muchos de los éxitos del gigante tecnológico fueron intentos repetidos que recién prosperaron después de varios intentos. Un ejemplo son las reseñas de restaurantes en Google Maps: sabían que era una función útil, pero al principio les pedían demasiado a los usuarios. La llegada de las notificaciones y los datos de ubicación fue clave. Antes, había que recordar escribir una reseña —o incluso dónde se había comido. Luego, con la información sobre dónde estuvo cada usuario y la posibilidad de enviarle un aviso, Google hizo el proceso mucho más sencillo.
Por último, está el caso de Monumental, una startup neerlandesa de cuatro años que busca automatizar la colocación de ladrillos con robots. El progreso depende del aprendizaje constante. Salar al-Khafaji, cofundador, vendió su primera empresa a Palantir, un gigante del análisis de datos, donde conoció la práctica del forward deployment: desarrolladores que trabajan directamente con los clientes para adaptar el software a sus necesidades. Su nueva empresa adopta un principio similar: salir al mundo real.
Monumental opera como subcontratista en obras, usando albañiles humanos para completar el trabajo que sus máquinas aún no pueden hacer. Participar de proyectos reales les da un flujo de ingresos y, aún más valioso, información sobre todos los problemas que todavía deben resolver. Las obras son lugares desordenados, impredecibles: todo se mueve, cambia el clima, y muchas cosas pueden salir mal. Los operadores anotan cada falla o traba que enfrentan los robots en un “registro de fricciones” compartido; los ingenieros y programadores en Ámsterdam trabajan luego para solucionarlas.
Las empresas logran avances todo el tiempo. A veces, hay escenas dignas de una película. Wayve eligió entrenar sus autos en Londres, donde las calles angostas, los ciclistas y los peatones imprudentes crean un entorno especialmente desafiante. A fines del año pasado probó por primera vez su software en Estados Unidos: el primer día, el auto aprendió solo a manejar por la derecha y a adaptarse a otras particularidades. Casi se puede oír la música triunfal de fondo.
Pero en general, la innovación corporativa no es cinematográfica. Los mitos del genio solitario y el instante de inspiración capturan la imaginación. Sin embargo, la realidad —problemas resueltos por grupos de personas decididas a lo largo de los años— es una historia aún mejor.