A veces, la maldad no grita. Apenas ladra, asfixiada, desde el fondo de un baúl.
En Caucete, tres galgos fueron hallados encerrados en un espacio mínimo, sin comida, sin agua, sin bozal ni resguardo. Tres vidas aplastadas en la oscuridad de un Fiat Regatta. No iban a pasear. No los llevaban al veterinario. Eran bultos. Cuerpos sin derechos. Sombras de una crueldad que se disfraza de costumbre.
Los responsables tienen nombre y apellido: Braian Vega, Braian Díaz y Gonzalo Castro. Pero el problema no se agota en ellos. Este caso es apenas la punta de un iceberg más profundo: el abandono sistemático del deber de proteger a los que no tienen voz. ¿Cuántos galgos más viajan así por las rutas de San Juan? ¿Cuántos sufren en criaderos ilegales? ¿Cuántos terminan descartados cuando ya no rinden?
Que nadie hable de “descuido”. Esto fue un acto consciente, deliberado, inhumano.
Meter tres perros en un baúl, sin las condiciones mínimas de bienestar, no es un error: es una perversión. Una que se repite, amparada en la indiferencia de muchos y la tibieza del Estado.
La Ley 2005-L de Protección Animal fue creada para evitar esto. Pero como toda ley, sin voluntad de aplicación, es letra muerta. ¿Dónde están las sanciones ejemplares? ¿Cuántos casos similares terminan en una multa irrisoria y un “no lo hagan más”? ¿Cuántos jueces y fiscales se animan de verdad a defender el bienestar animal como un principio básico de civilización?
Porque sí: esto es una cuestión de civilización.
Lo que está en juego no es sólo el destino de tres galgos. Es la fibra moral de una sociedad entera. Una que parece más preocupada por defender “tradiciones” que por erradicar la crueldad. Una que aún necesita ver sangre para reaccionar.
A los que los metieron en un baúl, a los que los crían como si fueran piezas descartables, a los que apuestan en carreras clandestinas: no tienen excusas.
Y a los que miran para otro lado, tampoco.
Es hora de dejar de ser cómplices.
Porque cada vez que un galgo es tratado como basura, algo nuestro —algo esencialmente humano— también se pudre en el fondo de un baúl.